En
1984 el Sociólogo Neil Postman escribió “El fin de la infancia”, libro
en el que desarrolla la tesis cuya idea central gira en torno a que en el mundo
ya no quedan niños. Atribuye esta circunstancia al incremento de las nuevas
tecnologías y al comportamiento de los adultos, ambos encargados de “aniquilar”
la inocencia, principal esencia de la infancia. En una entrevista publicada en
la Vanguardia el 26 de Agosto de 1994[1],
Postman definió al niño como “una clase especial de ser humano entre los 5
los 16 años. Que requiere de cuidados especiales, que debe recibir una
educación determinada y que debe ser protegido por el resto del mundo”,
e incidía en la importancia de alentar
la idea de que durante la etapa que abarca la infancia “el niño aprende
lentamente los secretos de la vida adulta”. A lo largo de su discurso
desarrolla las ideas que le llevaron a establecer su teoría del fin de la
infancia en la que plantea un futuro dudoso con el miedo de que “la sociedad
nunca se olvidará de que necesita niños, pero sí que los niños necesitan
niñez”.
Entre
100 y 200 millones de niños presencian violencia entre sus progenitores en el
mundo[2],
en España las estimaciones giran en torno a 800.000 niños[3]
. Cuando un niño se ve inmerso en
situaciones de violencia se está minando su infancia, apresurando la pérdida de
su inocencia y convirtiéndolo en un adulto que apenas hace pocos años aprendió
a caminar. Existen muchas formas de sufrir la violencia, no es necesario recurrir
al maltrato físico para causar daños a medio y largo plazo en el desarrollo,
ser testigo de la violencia diaria que tu padre inflige a tu madre es otra
manera de convertirse en víctima..
La
salida a la luz del dolor que sufren las mujeres y los niños
maltratados, ha provocado además de indignación en la sociedad, el
repudio y la sensibilización para luchar contra este fenómeno cuya
fuerza y razón de su continuidad reside sobre todo, en el miedo de
las víctimas, el miedo del miedo. El miedo se presenta por lo tanto
como enemigo principal de la víctima al mismo tiempo que juega el
papel preponderante en la marcación de la continuidad del agresor.
Una razón para reiterar la agresión. Y hay que señalar también
que el propio peso y la fuerza de la tradición han contribuido
significativamente y de manera negativa para preservar el dolor de la
víctima en el espacio de sombra de lo no decible y lo no revelado.
La propia empatía entre las víctimas acaba también por reforzar
este pacto no-pacto en torno a lo no revelado, lo no decible que
ellas asumen con la intención de protegerse al hacer fe en la
amenaza del agresor: “si hablas, será peor”.
Desde
este punto de vista, y, de acuerdo con las últimas investigaciones
en materia de violencia de género, se reconoce que existen varias
similitudes entre la violencia ejercida sobre la mujer y la violencia
infantil. Ambas se ejercen sobre grupos considerados potencialmente
más vulnerables. Como hemos señalado en su momento, es la propia
historia de la tradición y de la intimidad familiar la que obliga a
las víctimas a relegar su dolor hacia el espacio de lo no decible,
lo secreto. Así, desde el punto de vista sociológico, la víctima,
el dolor (su dolor) y el secreto (lo suyo fiscalizado por su
agresor), se encuentran ubicados en “zonas de sombra” que
dificultan su aparición a la luz y consecuentemente su estudio.